Las ideas de Smith y de los fisiócratas crearon la base ideológica
e intelectual que favoreció el inicio de la Revolución industrial, término que
sintetiza las transformaciones económicas y sociales que se produjeron durante
el siglo XIX. Se considera que el origen de estos cambios se produjo a finales
del siglo XVIII en Gran Bretaña.
La característica fundamental del proceso de industrialización fue
la introducción de la mecánica y de las máquinas de vapor para reemplazar la
tracción animal y humana en la producción de bienes y servicios; esta
mecanización del proceso productivo supuso una serie de cambios fundamentales:
el proceso de producción se fue especializando y concentrando en grandes centros
denominados fábricas; los artesanos y las pequeñas tiendas del siglo XVIII no
desaparecieron pero fueron relegados como actividades marginales; surgió una
nueva clase trabajadora que no era propietaria de los medios de producción por
lo que ofrecían trabajo a cambio de un salario monetario; la aplicación de
máquinas de vapor al proceso productivo provocó un espectacular aumento de la
producción con menos costes. La consecuencia última fue el aumento del nivel de
vida en todos los países en los que se produjo este proceso a lo largo del siglo
XIX.
El desarrollo del capitalismo industrial tuvo importantes
costes sociales. Al principio, la industrialización se caracterizó por las
inhumanas condiciones de trabajo de la clase trabajadora. La explotación
infantil, las jornadas laborales de 16 y 18 horas, y la insalubridad y
peligrosidad de las fábricas eran circunstancias comunes. Estas condiciones
llevaron a que surgieran numerosos críticos del sistema que defendían distintos
sistemas de propiedad comunitaria o socializado; son los llamados socialistas
utópicos. Sin embargo, el primero en desarrollar una teoría coherente fue Karl
Marx, que pasó la mayor parte de su vida en Inglaterra, país precursor del
proceso de industrialización, y autor de Das Kapital (El capital, 3 volúmenes,
1867-1894). La obra de Marx, base intelectual de los sistemas comunistas que
predominaron en la antigua Unión Soviética, atacaba el principio fundamental del
capitalismo: la propiedad privada de los medios de producción. Marx pensaba que
la tierra y el capital debían pertenecer a la comunidad y que los productos del
sistema debían distribuirse en función de las distintas necesidades.
Con el
capitalismo aparecieron los ciclos económicos: periodos de expansión y
prosperidad seguidos de recesiones y depresiones económicas que se caracterizan
por la discriminación de la actividad productiva y el aumento del desempleo. Los
economistas clásicos que siguieron las ideas de Adam Smith no podían explicar
estos altibajos de la actividad económica y consideraban que era el precio
inevitable que había que pagar por el progreso que permitía el desarrollo
capitalista. Las críticas marxistas y las frecuentes depresiones económicas que
se sucedían en los principales países capitalistas ayudaron a la creación de
movimientos sindicales que luchaban para lograr aumentos salariales, disminución
de la jornada laboral y mejores condiciones laborales.
A finales del siglo
XIX, sobre todo en Estados Unidos, empezaron a aparecer grandes corporaciones de
responsabilidad limitada que tenían un enorme poder financiero. La tendencia
hacia el control corporativo del proceso productivo llevó a la creación de
acuerdos entre empresas, monopolios o trusts que permitían el control de toda
una industria. Las restricciones al comercio que suponían estas asociaciones
entre grandes corporaciones provocó la aparición, por primera vez en Estados
Unidos, y más tarde en todos los demás países capitalistas, de una legislación
antitrusts, que intentaba impedir la formación de trusts que formalizaran
monopolios e impidieran la competencia en las industrias y en el comercio. Las
leyes antitrusts no consiguieron restablecer la competencia perfecta
caracterizada por muchos pequeños productores con la que soñaba Adam Smith, pero
impidió la creación de grandes monopolios que limitaran el libre comercio.
A
pesar de estas dificultades iniciales, el capitalismo siguió creciendo y
prosperando casi sin restricciones a lo largo del siglo XIX. Logró hacerlo así
porque demostró una enorme capacidad para crear riqueza y para mejorar el nivel
de vida de casi toda la población. A finales del siglo XIX, el capitalismo era
el principal sistema socioeconómico mundial